El toque de la fe - El Ministerio de Curación - Elena G. de White

Jesús sana a una mujer de fe - Jesús sana a una mujer de fe

“Si tocare solamente su vestido, seré salva.” Mateo 9:21. Era una pobre mujer la que pronunció estas palabras, una mujer que por espacio de doce años venía padeciendo una enfermedad que le amargaba la vida. Había gastado ya todos sus recursos en médicos y medicinas, y estaba desahuciada. Pero al oír hablar del gran Médico, renacióle la esperanza. Decía entre sí: Si pudiera acercarme a él para hablarle, podría quedar sana.

Cristo iba a la casa de Jairo, el rabino judío que le había instado para que fuera a sanar a su hija. La petición hecha con corazón quebrantado: “Mi hija está a la muerte: ven y pondrás las manos sobre ella para que sea salva” (Marcos 5:23), había conmovido el tierno y compasivo corazón de Cristo, y en el acto fué con el príncipe a su casa.

Caminaban despacio, pues la muchedumbre apremiaba a Cristo por todos lados. Al abrirse paso por entre el gentío, llegó el Salvador cerca de donde estaba la mujer enferma. Ella había procurado en vano una y otra vez acercarse a él. Ahora había llegado su oportunidad, pero no veía cómo hablar con él. No quería detener su lento avance. Pero había oído decir que con sólo tocar su vestidura se obtenía curación, y temerosa de perder su única oportunidad de alivio, se adelantó diciendo entre sí: “Si tocare tan solamente su vestido, seré salva.” Vers. 28.

Cristo conocía todos los pensamientos de ella, y se dirigía hacia ella. Comprendía él la gran necesidad de la mujer, y le ayudaba a ejercitar su fe.

Al pasar él, se le adelantó la mujer, y logró tocar apenas el borde de su vestido. En el acto notó que había sanado. En aquel único toque habíase concentrado la fe de su vida, e inmediatamente desaparecieron su dolor y debilidad. Al instante sintió una conmoción como de una corriente eléctrica que pasara por todas las fibras de su ser. La embargó una sensación de perfecta salud. “Y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote.” Vers. 29.

La mujer agradecida deseaba expresar su gratitud al poderoso Médico que con su solo toque acabada de hacer por ella lo que no habían logrado los médicos en doce largos años; pero no se atrevía. Con corazón agradecido procuró alejarse de la muchedumbre. De pronto Jesús se detuvo, y mirando en torno suyo preguntó: “¿Quién es el que me ha tocado?”

Mirándole asombrado, Pedro respondió: “Maestro, la compañía te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?” Lucas 8:45.

Jesús dijo: “Me ha tocado alguien; porque yo he conocido que ha salido virtud de mí.” Vers. 46. El podía distinguir entre el toque de la fe y el contacto con la muchedumbre indiferente. Alguien le había tocado con un propósito bien definido, y había recibido respuesta.

Cristo no hizo la pregunta para obtener información. Quería dar una lección al pueblo, a sus discípulos y a la mujer, infundir esperanza al afligido y mostrar que la fe había hecho intervenir el poder curativo. La confianza de la mujer no debía ser pasada por alto sin comentario. Dios tenía que ser glorificado por la confesión agradecida de ella. Cristo deseaba que ella comprendiera que él aprobaba su acto de fe. No quería dejarla ir con una bendición incompleta. Ella no debía ignorar que él conocía sus padecimientos. Tampoco debía desconocer el amor compasivo que le tenía ni la aprobación que diera a la fe de ella en el poder que había en él para salvar hasta lo sumo a cuantos se allegasen a él.

Mirando a la mujer, Cristo insistió en saber quién le había tocado. Viendo que no podía ocultarse, la mujer se adelantó temblando, y se postró a sus pies. Con lágrimas de gratitud, le dijo, en presencia de todo el pueblo, por qué había tocado su vestido y cómo había quedado sana en el acto. Temía que al tocar su manto hubiera cometido un acto de presunción; pero ninguna palabra de censura salió de los labios de Cristo. Sólo dijo palabras de aprobación, procedentes de un corazón amoroso, lleno de simpatía por el infortunio humano. Con dulzura le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado: ve en paz.” Vers. 48. ¡Cuán alentadoras le resultaron esas palabras! El temor de que hubiera cometido algún agravio ya no amargaría su gozo.

La turba de curiosos que se apiñaban alrededor de Jesús no recibió fuerza vital alguna. Pero la enferma que le tocó con fe, quedó curada. Así también en las cosas espirituales, el contacto casual difiere del contacto de la fe. La mera creencia en Cristo como Salvador del mundo no imparte sanidad al alma. La fe salvadora no es un simple asentimiento a la verdad del Evangelio. La verdadera fe es la que recibe a Cristo como un Salvador personal. Dios dió a su Hijo unigénito, para que yo, mediante la fe en él, “no perezca, mas tenga vida eterna.” Juan 3:16 (VM). Al acudir a Cristo, conforme a su palabra, he de creer que recibo su gracia salvadora. La vida que ahora vivo, la debo vivir “en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí.” Gálatas 2:20.

Muchos consideran la fe como una opinión. La fe salvadora es una transacción, por la cual los que reciben a Cristo se unen en un pacto con Dios. Una fe viva entraña un aumento de vigor y una confianza implícita que, por medio de la gracia de Cristo, dan al alma un poder vencedor.

La fe es más poderosa que la muerte para vencer. Si logramos que los enfermos fijen sus miradas con fe en el poderoso Médico, veremos resultados maravillosos. Esto vivificará tanto al cuerpo como al alma.

Al trabajar en pro de las víctimas de los malos hábitos, en vez de señalarles la desesperación y ruina hacia las cuales se precipitan, dirigid sus miradas hacia Jesús. Haced que se fijen en las glorias de lo celestial. Esto será más eficaz para la salvación del cuerpo y del alma que todos los terrores del sepulcro puestos delante del que carece de fuerza y aparentemente de esperanza.

“Por su misericordia nos salvó”

El siervo de cierto centurión yacía enfermo de parálisis. Entre los romanos los siervos eran esclavos, comprados y vendidos en los mercados, y muchas veces eran tratados con crueldad; pero este centurión quería entrañablemente a su siervo y anhelaba que se restableciese. Creía que Jesús podía sanarlo. No había visto al Salvador, pero las noticias que acerca de él había recibido le inspiraron fe en él. A pesar del formalismo de los judíos, este romano estaba convencido de que la religión de éstos era superior a la suya. Ya había cruzado las vallas del prejuicio y odio nacionales que separaban a conquistadores y conquistados. Había manifestado respeto por el servicio de Dios, y había usado de bondad con los judíos adoradores de él. En la enseñanza de Cristo, tal como se la habían presentado, había encontrado algo que satisfacía la necesidad de su alma. Todo lo que en él había de espiritual respondía a las palabras del Salvador. Pero se sentía indigno de acercarse a Jesús y acudió a los ancianos de los judíos para que intercedieran por la curación de su siervo.

Los ancianos, al presentar el caso a Jesús, dijeron: “Es digno de concederle esto; que ama a nuestra nación, y él nos edificó una sinagoga.” Lucas 7:4, 5.

Pero estando camino de la casa del centurión, Jesús recibió de éste el mensaje: “Señor, no te incomodes, que no soy digno que entres debajo de mi tejado.” Vers. 6.

Sin embargo, el Salvador siguió adelante y el centurión acudió en persona a completar el mensaje, diciendo: “Ni aun me tuve por digno de venir a ti,” “mas solamente di la palabra, y mi mozo sanará. Porque también yo soy hombre bajo de potestad, y tengo bajo de mí soldados: y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace.” Vers. 7; Mateo 8:8, 9.

“Yo represento el poder de Roma, y mis soldados reconocen mi autoridad como suprema. Así tú también representas el poder del Dios infinito, y todas las cosas creadas obedecen tu palabra. Tú puedes mandar a la enfermedad que se vaya, y te obedecerá. Di solamente la palabra, y mi siervo sanará.”

Cristo dijo: “Como creíste te sea hecho. Y su mozo fué sano en el mismo momento.” Vers. 13.

Los ancianos habían recomendado al centurión a Cristo por causa del favor que él había hecho a la “nación” de ellos. “Es digno,” decían, porque “nos edificó una sinagoga.” Pero el centurión decía de sí mismo: “No soy digno.” Sin embargo, no temió pedir auxilio a Jesús. No confiaba en su propio mérito, sino en la misericordia del Salvador. Su único argumento era su gran necesidad.

Asimismo, todo ser humano puede acudir a Cristo. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó.” Tito 3:5. ¿Piensas que, por ser pecador, no puedes esperar recibir bendición de Dios? Recuerda que Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores. Nada tenemos que nos recomiende a Dios; el alegato que podemos presentar ahora y siempre es nuestro absoluto desamparo, que hace de su poder redentor una necesidad. Renunciando a toda dependencia de nosotros mismos, podemos mirar a la cruz del Calvario y decir:

“Ningún otro auxilio hay,
Indefenso acudo a ti.”

“Si puedes creer, al que cree todo es posible.” Marcos 9:23. La fe nos une con el cielo y nos da fuerza para contender con las potestades de las tinieblas. Dios ha provisto en Cristo los medios para contrarrestar toda malicia y resistir toda tentación, por fuerte que sea. Pero muchos sienten que les falta la fe, y por eso permanecen apartados de Cristo. Arrójense estas almas, conscientes de su desesperada indignidad, en los brazos misericordiosos de su compasivo Salvador. No miren a sí mismas, sino a Cristo. El que sanó a los enfermos y echó fuera los demonios cuando andaba con los hombres, sigue siendo el mismo poderoso Redentor. Echad mano, pues, de sus promesas como de las hojas del árbol de la vida: “Al que a mí viene, no le echo fuera.” Juan 6:37. Al acudir a él, creed que os acepta, pues así lo prometió. Nunca pereceréis si así lo hacéis, nunca.

“Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” Romanos 5:8.

“Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar también de pura gracia, todas las cosas juntamente con él? Romanos 8:31, 32 (VM).

“Por lo cual estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” Vers. 38, 39.

“Si quieres, puedes limpiarme”

De todas las enfermedades conocidas en Oriente, la más temible era la lepra. Su carácter incurable y contagioso, y sus horrorosos efectos, llenaban de terror aun al más valeroso. Los judíos la consideraban como castigo del pecado, y por eso la llamaban “el azote,” “el dedo de Dios.” De hondas raíces, inextirpable, mortal, la miraban como símbolo del pecado.

Según la ley ritual, el leproso era declarado inmundo, y así también quedaba todo lo que llegase a tocar. El aire se contaminaba con el aliento del enfermo. Este, como si ya estuviera muerto, era excluído de las moradas de los hombres. El sospechoso de lepra tenía que presentarse a los sacerdotes para que le examinasen y dictaminasen sobre su caso. Si era declarado leproso, quedaba aislado de su familia, separado de la congregación de Israel y condenado a no tratar sino con los que adolecían de la misma enfermedad. Ni los reyes ni los gobernantes quedaban exentos de esta regla. El monarca atacado por esta terrible enfermedad tenía que abdicar y huir de la sociedad.

Lejos de sus amigos y parientes, el leproso cargaba con la maldición de su enfermedad, y había de pregonarla, desgarrar sus vestiduras y dar el grito de alarma, avisando a todos que huyesen de su presencia contaminadora. El grito: “¡Inmundo! ¡Inmundo!” proferido en tono lúgubre por el solitario proscrito, era una señal oída con temor y aversión.

En la región donde ejercía Cristo su ministerio, había muchos leprosos, y cuando llegaron a ellos las nuevas de su obra, hubo uno en cuyo corazón empezó a brotar la fe. Si pudiera acudir a Jesús, podría sanar. Pero, ¿cómo encontrar a Jesús? Condenado como estaba a perpetuo aislamiento, ¿cómo podía presentarse al Médico? ¿ Le sanaría Cristo? ¿No pronunciaría más bien, como los fariseos y aun los médicos, una maldición contra él y le mandaría que huyera de las moradas de los hombres?

Piensa en todo lo que se le ha dicho de Jesús. Nadie que haya implorado su auxilio ha sido rechazado. El pobre hombre resuelve ir en busca del Salvador. Aunque excluído de las ciudades, puede ser que dé con él en alguna senda apartada en las montañas, o lo encuentre mientras enseña fuera de las poblaciones. Las dificultades son grandes, pero no hay otra esperanza.

Desde lejos, el leproso percibe algunas palabras del Salvador. Le ve poner las manos sobre los enfermos. Ve a los cojos, a los paralíticos, y a los que están muriéndose de diversas enfermedades levantarse sanos y alabar a Dios por su salvación. Su fe se fortalece. Se acerca más y más a la gente que está escuchando. Las restricciones que se le han impuesto, la seguridad del pueblo, el miedo con que todos le miran, todo lo olvida. No piensa más que en la bendita esperanza de curación.

Es un espectáculo repulsivo. La enfermedad ha hecho en él horrorosos estragos y da miedo mirar su cuerpo en descomposición. Al verle, la gente retrocede. Aterrorizados, se atropellan unos a otros para rehuir su contacto. Algunos procuran evitar que se acerque a Jesús, mas en vano. El no los ve ni los oye, ni advierte sus expresiones de repulsión. No ve más que al Hijo de Dios ni oye otra voz sino la que da vida a los moribundos.

Abriéndose paso hasta Jesús, se arroja a sus pies, clamando: “Señor, si quisieres, puedes limpiarme.”

Jesús le contesta: “Quiero; sé limpio,” y pone su mano sobre él. Mateo 8:2, 3.

Al instante se produce un cambio en el leproso. Su sangre se purifica, sus nervios recuperan la sensibilidad perdida, sus músculos se fortalecen. La pálida tez, propia del leproso, desaparece, caen las escamas de la piel, y su carne se vuelve como la de un niño.

Si los sacerdotes se hubiesen enterado de cómo se produjo la curación del leproso, podrían haberse dejado inducir por el odio que profesaban a Cristo al punto de dar una sentencia injusta acerca de dicha curación. Jesús deseaba obtener una decisión imparcial. Por lo tanto, encargó al hombre que no contara a nadie su curación, sino que se presentara sin demora en el templo con una ofrenda, antes que se divulgara cualquier rumor acerca del milagro. Antes que pudieran los sacerdotes aceptar la ofrenda, debían examinar al que la traía y certificar su completo restablecimiento.

El examen se hizo. Los sacerdotes que habían condenado al leproso al destierro certificaron su curación. El hombre sanado fué devuelto a su familia y a la sociedad. Tenía por preciosísimo el don de la salud. Se alegraba en el vigor de la virilidad, y por haber sido restituido a los suyos. A pesar del encargo que le hiciera Jesús, no pudo callar su curación y, lleno de gozo, divulgó el poder de Aquel que le había sanado.

Al acercarse a Jesús, este hombre estaba lleno de lepra. La ponzoña mortal había penetrado todo su cuerpo. Los discípulos querían evitar que su Maestro le tocara, pues el que tocaba a un leproso quedaba también inmundo. Pero al poner la mano sobre él, Jesús no se contaminó. La lepra fué limpiada. Así sucede con la lepra del pecado, tan profundamente arraigada, tan mortífera, tan imposible de curar por el poder humano. “Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa ilesa, sino herida, hinchazón y podrida llaga.” Isaías 1:5, 6. Pero Jesús, al humanarse, no se contamina. Su presencia es virtud curativa para el pecador. Cualquiera que se postre a sus pies, diciéndole con fe: “Señor, si quisieres, puedes limpiarme,” oirá esta respuesta: “Quiero: sé limpio.”

En algunos casos de curación, no concedía Jesús en el acto el beneficio pedido. Pero en este caso de lepra, apenas oyó la petición la atendió. Cuando oramos para pedir bendiciones terrenales, la respuesta a nuestra oración puede tardar, o puede ser que Dios nos dé algo diferente de lo pedido; pero no sucede así cuando le pedimos que nos libre del pecado. Es su voluntad limpiarnos de pecado, hacernos sus hijos y ayudarnos a llevar una vida santa. Cristo “se dió a sí mismo por nuestros pecados para librarnos de este presente siglo malo, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro.” Gálatas 1:4. “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado.” 1 Juan 5:14, 15.

Jesús miraba a los acongojados y de corazón quebrantado, a aquellos cuyas esperanzas habían sido defraudadas, y que procuraban satisfacer los anhelos del alma con goces terrenales, y los invitaba a todos a buscar y encontrar descanso en él.

“Hallaréis descanso”

Con toda ternura decía a los cansados: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.” Mateo 11:29.

Con estas palabras, Cristo se dirigía a todo ser humano. Sabiéndolo o sin saberlo, todos están trabajados y cargados. Todos gimen bajo el peso de cargas que sólo Cristo puede quitar. La carga más pesada que llevamos es la del pecado. Si tuviéramos que llevarla solos nos aplastaría. Pero el que no cometió pecado se ha hecho nuestro substituto. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” Isaías 53:6.

El llevó el peso de nuestra culpa. También quitará la carga de nuestros hombros cansados. Nos dará descanso. Llevará por nosotros la carga de nuestros cuidados y penas. Nos invita a echar sobre él todos nuestros afanes; pues nos lleva en su corazón.

El Hermano mayor de nuestra familia humana está junto al trono eterno. Mira a toda alma que vuelve su rostro hacia él como al Salvador. Sabe por experiencia lo que es la flaqueza humana, lo que son nuestras necesidades, y en qué consiste la fuerza de nuestras tentaciones, porque fué “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.” Hebreos 4:15. Está velando sobre ti, tembloroso hijo de Dios. ¿Estás tentado? Te librará. ¿Eres débil? Te fortalecerá. ¿Eres ignorante? Te iluminará. ¿Estás herido? Te curará. Jehová “cuenta el número de las estrellas”; y, no obstante, es también el que “sana a los quebrantados de corazón, y liga sus heridas.” Salmos 147:4, 3.

Cualesquiera que sean tus angustias y pruebas, expónlas al Señor. Tu espíritu encontrará sostén para sufrirlo todo. Se te despejará el camino para que puedas librarte de todo enredo y aprieto. Cuanto más débil y desamparado te sientas, más fuerte serás con su ayuda. Cuanto más pesadas sean tus cargas, más dulce y benéfico será tu descanso al echarlas sobre Aquel que se ofrece a llevarlas por ti.

Las circunstancias pueden separar a los amigos; las aguas intranquilas del dilatado mar pueden agitarse entre nosotros y ellos. Pero ninguna circunstancia ni distancia alguna puede separarnos del Salvador. Doquiera estemos, él está siempre a nuestra diestra, para sostenernos y alentarnos. Más grande que el amor de una madre por su hijo es el amor de Cristo por sus rescatados. Es nuestro privilegio descansar en su amor y decir: “En él confiaré; pues dió su vida por mí.”

El amor humano puede cambiar; el de Cristo no conoce mudanza. Cuando clamamos a él por ayuda su mano se extiende para salvarnos.

“Los montes se moverán,
y los collados temblarán;
mas no se apartará de ti mi misericordia,
ni el pacto de mi paz vacilará,
dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti.” Isaías 54:10.