El médico educador - El Ministerio de Curación - Elena G. de White

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El verdadero médico es educador. Reconoce su responsabilidad, no sólo para con los enfermos que están bajo su cuidado personal, sino también para con la población en que vive. Es guardián de la salud física y moral. Su tarea no sólo consiste en enseñar métodos acertados para el tratamiento de los enfermos, sino también en fomentar buenos hábitos de vida y esparcir el conocimiento de sanos principios. 

Necesidad de dar enseñanza acerca de la salud

Nunca fué tan necesario como hoy dar educación en los principios que rigen la salud. A pesar de los maravillosos adelantos relacionados con las comodidades y el bienestar de la vida, y aun con la higiene y el tratamiento de las enfermedades, resulta alarmante el decaimiento del vigor y de la resistencia física. Esto requiere la atención de cuantos toman muy a pecho el bienestar del prójimo.

Nuestra civilización artificial fomenta males que anulan los sanos principios. Las costumbres y modas están en pugna con la naturaleza. Las prácticas que imponen, y los apetitos que alientan, aminoran la fuerza física y mental y echan sobre la humanidad una carga insoportable. Por doquiera se ven intemperancia y crímenes, enfermedad y miseria.

Muchos violan las leyes de la salud por ignorancia, y necesitan instrucción. Pero la mayoría sabe cosas mejores que las que práctica. Debe comprender cuán importante es que rija su vida por sus conocimientos. El médico tiene muchas oportunidades para hacer conocer los principios que rigen la salud y para enseñar cuán importante es que se los ponga en práctica. Mediante acertadas instrucciones puede hacer mucho para corregir males que causan perjuicios indecibles.

Una práctica que prepara el terreno para un gran acopio de enfermedades y de males aun peores es el libre uso de drogas venenosas. Cuando se sienten atacados por alguna enfermedad, muchos no quieren darse el trabajo de buscar la causa. Su principal afán es librarse de dolor y molestias. Por tanto, recurren a específicos, cuyas propiedades apenas conocen, o acuden al médico para conseguir algún remedio que neutralice las consecuencias de su error, pero no piensan en modificar sus hábitos antihigiénicos. Si no consiguen alivio inmediato, prueban otra medicina, y después otra. Y así sigue el mal.

Hay que enseñar a la gente que las drogas no curan la enfermedad. Es cierto que a veces proporcionan algún alivio inmediato momentáneo, y el paciente parece recobrarse por efecto de esas drogas, cuando se debe en realidad a que la naturaleza posee fuerza vital suficiente para expeler el veneno y corregir las condiciones causantes de la enfermedad. Se recobra la salud a pesar de la droga, que en la mayoría de los casos sólo cambia la forma y el foco de la enfermedad. Muchas veces el efecto del veneno parece quedar neutralizado por algún tiempo, pero los resultados subsisten en el organismo y producen un gran daño ulterior.

Por el uso de drogas venenosas muchos se acarrean enfermedades para toda la vida, y se malogran muchas existencias que hubieran podido salvarse mediante los métodos naturales de curación. Los venenos contenidos en muchos así llamados remedios crean hábitos y apetitos que labran la ruina del alma y del cuerpo. Muchos de los específicos populares, y aun algunas de las drogas recetadas por médicos, contribuyen a que se contraigan los vicios del alcoholismo, del opio y de la morfina, que tanto azotan a la sociedad.

La única esperanza de mejorar la situación estriba en educar al pueblo en los principios correctos. Enseñen los médicos que el poder curativo no está en las drogas, sino en la naturaleza. La enfermedad es un esfuerzo de la naturaleza para librar al organismo de las condiciones resultantes de una violación de las leyes de la salud. En caso de enfermedad, hay que indagar la causa. Deben modificarse las condiciones antihigiénicas y corregirse los hábitos erróneos. Después hay que ayudar a la naturaleza en sus esfuerzos por eliminar las impurezas y restablecer las condiciones normales del organismo.

Los remedios naturales

El aire puro, el sol, la abstinencia, el descanso, el ejercicio, un régimen alimenticio conveniente, el agua y la confianza en el poder divino son los verdaderos remedios. Todos debieran conocer los agentes que la naturaleza provee como remedios, y saber aplicarlos. Es de suma importancia darse cuenta exacta de los principios implicados en el tratamiento de los enfermos, y recibir una instrucción práctica que le habilite a uno para hacer uso correcto de estos conocimientos.

El empleo de los remedios naturales requiere más cuidados y esfuerzos de lo que muchos quieren prestar. El proceso natural de curación y reconstitución es gradual y les parece lento a los impacientes. El renunciar a la satisfacción dañina de los apetitos impone sacrificios. Pero al fin se verá que, si no se le pone trabas, la naturaleza desempeña su obra con acierto y los que perseveren en la obediencia a sus leyes encontrarán recompensa en la salud del cuerpo y del espíritu.

Muy escasa atención se suele dar a la conservación de la salud. Es mucho mejor prevenir la enfermedad que saber tratarla una vez contraída. Es deber de toda persona, para su propio bien y el de la humanidad, conocer las leyes de la vida y obedecerlas con toda conciencia. Todos necesitan conocer el organismo más maravilloso: el cuerpo humano. Deberían comprender las funciones de los diversos órganos y como éstos dependen unos de otros para que todos actúen con salud. Deberían estudiar la influencia de la mente en el cuerpo, la del cuerpo en la mente, y las leyes que los rigen.

No se nos recordará demasiado que la salud no depende del azar. Es resultado de la obediencia a la ley. Así lo reconocen quienes participan en deportes atléticos y pruebas de fuerza, pues se preparan con todo esmero y se someten a un adiestramiento cabal y a una disciplina severa. Todo hábito físico queda regularizado con el mayor cuidado. Bien saben que el descuido, el exceso, o la indolencia, que debilitaran o paralizaran algún órgano o alguna función del cuerpo, provocarían la derrota.

Educación para el conflicto de la vida

¡Cuánto más importante es tal cuidado para asegurar el éxito en el conflicto de la vida! No nos hallamos empeñados en combates ficticios. Libramos un combate del que dependen resultados eternos. Tenemos que habérnoslas con enemigos invisibles. Angeles malignos luchan por dominar a todo ser humano. Lo perjudicial para la salud, no sólo reduce el vigor físico, sino que tiende a debilitar las facultades intelectuales y morales. Al ceder a cualquier práctica antihigiénica dificultamos la tarea de discernir entre el bien y el mal, y nos inhabilitamos para resistir al mal. Esto aumenta el peligro del fracaso y de la derrota.

“Los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, mas uno lleva el premio.” 1 Corintios 9:24. En la guerra en que estamos empeñados pueden triunfar todos los que se someten a la disciplina y obedezcan a los principios correctos. Con demasiada frecuencia la práctica de estos principios en los detalles de la vida se considera como asunto trivial que no merece atención. Pero si tenemos en cuenta los resultados contingentes, nada de aquello con que tenemos que ver es cosa baladí. Cada acción echa su peso en la balanza que determina la victoria o la derrota en la vida. La Escritura nos manda que corramos de tal manera que obtengamos el premio.

En el caso de nuestros primeros padres, el deseo intemperante dió por resultado la pérdida del Edén. La templanza en todo tiene que ver con nuestra reintegración en el Edén más de lo que los hombres se imaginan.

Aludiendo al renunciamiento de que daban prueba los antiguos griegos que luchaban en la palestra, escribe el apóstol Pablo: “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene: y ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible; mas nosotros, incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a cosa incierta; de esta manera peleo, no como quien hiere el aire: antes hiero mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre; no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser reprobado.” Vers. 25-27.

El progreso de la reforma depende de un claro reconocimiento de la verdad fundamental. Mientras que, por una parte, hay peligro en una filosofía estrecha y una ortodoxia dura y fría, por otra, un liberalismo descuidado encierra gran peligro. El fundamento de toda reforma duradera es la ley de Dios. Tenemos que presentar en líneas claras y bien definidas la necesidad de obedecer a esta ley. Sus principios deben recordarse de continuo a la gente. Son tan eternos e inexorables como Dios mismo.

Uno de los efectos más deplorables de la apostasía original fué la pérdida de la facultad del dominio propio por parte del hombre. Sólo en la medida en que se recupere esta facultad puede haber verdadero progreso.

El cuerpo es el único medio por el cual la mente y el alma se desarrollan para la edificación del carácter. De ahí que el adversario de las almas encamine sus tentaciones al debilitamiento y a la degradación de las facultades físicas. Su éxito en esto envuelve la sujeción al mal de todo nuestro ser. A menos que estén bajo el dominio de un poder superior, las propensiones de nuestra naturaleza física acarrearán ciertamente ruina y muerte.

El cuerpo tiene que ser puesto en sujeción. Las facultades superiores de nuestro ser deben gobernar. Las pasiones han de obedecer a la voluntad, que a su vez ha de obedecer a Dios. El poder soberano de la razón, santificado por la gracia divina, debe dominar en nuestra vida.

Las exigencias de Dios deben estamparse en la conciencia. Hombres y mujeres deben despertar y sentir su obligación de dominarse a sí mismos, su necesidad de ser puros y libertados de todo apetito depravante y de todo hábito envilecedor. Han de reconocer que todas las facultades de su mente y de su cuerpo son dones de Dios, y que deben conservarlas en la mejor condición posible para servirle.

En el antiguo ritual que era el Evangelio expresado en símbolos, ninguna ofrenda defectuosa podía llevarse al altar de Dios. El sacrificio que había de representar al Cristo debía ser inmaculado. La Palabra de Dios señala esto como ejemplo de lo que deben ser sus hijos: un “sacrificio vivo,” “santo y sin mancha,” “agradable a Dios.” Romanos 12:1; Efesios 5:27.

Sin el poder divino, ninguna reforma verdadera puede llevarse a cabo. Las vallas humanas levantadas contra las tendencias naturales y fomentadas no son más que bancos de arena contra un torrente. Sólo cuando la vida de Cristo es en nuestra vida un poder vivificador podemos resistir las tentaciones que nos acometen de dentro y de fuera.

Cristo vino a este mundo y vivió conforme a la ley de Dios para que el hombre pudiera dominar perfectamente las inclinaciones naturales que corrompen el alma. El es el Médico del alma y del cuerpo y da la victoria sobre las pasiones guerreantes. Ha provisto todo medio para que el hombre pueda poseer un carácter perfecto.

Al entregarse uno a Cristo, la mente se sujeta a la dirección de la ley; pero ésta es la ley real, que proclama la libertad a todo cautivo. Al hacerse uno con Cristo, el hombre queda libre. Sujetarse a la voluntad de Cristo significa ser restaurado a la perfecta dignidad de hombre.

Obedecer a Dios es quedar libre de la servidumbre del pecado y de las pasiones e impulsos humanos. El hombre puede ser vencedor de sí mismo, triunfar de sus propias inclinaciones, de principados y potestades, de los “señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas,” y de las “malicias espirituales en los aires.” Efesios 6:12.

En ninguna parte se necesita más esta enseñanza, ni resultará de más beneficio, que en el hogar. Los padres contribuyen a echar los fundamentos de los hábitos y del carácter. Para comenzar la reforma, deben presentar los principios de la ley de Dios como factores que influyen en la salud física y moral. Deben enseñar que la obediencia a la Palabra de Dios es nuestra única salvaguardia contra los males que arrastran al mundo a la destrucción. Hay que hacer resaltar la responsabilidad de los padres, no sólo para consigo mismos, sino para con sus hijos, pues les dan el ejemplo de la obediencia o el de la transgresión. Por su ejemplo y su enseñanza, deciden la suerte de sus familias. Los hijos serán lo que sus padres los hagan.

Poder del ejemplo

Si los padres pudieran seguir el rastro del resultado de su acción, y ver cómo por medio de su ejemplo y enseñanza perpetúan y aumentan el poder del pecado o el de la justicia, no hay duda de que se produciría un cambio. Muchos volverían la espalda a la tradición y la costumbre, y aceptarían los principios divinos de la vida.

El médico que desempeña su ministerio en los hogares, velando a la cabecera del enfermo, aliviando su angustia, sacándolo del borde del sepulcro, e infundiendo esperanza al moribundo, se granjea extraordinariamente su confianza y cariño. Ni aun al ministro del Evangelio se le deparan tan favorables oportunidades ni tan poderosa influencia.

El ejemplo del médico, no menos que su enseñanza, debe ser una fuerza positiva para el bien. La causa de la reforma necesita hombres y mujeres cuya conducta sea dechado de dominio propio. La valía de los principios que inculcamos depende de que los practiquemos. El mundo necesita ver una demostración práctica de lo que puede la gracia de Dios en cuanto a devolver a los seres humanos su perdida dignidad y darles el dominio de sí mismos. No hay nada que el mundo necesite tanto como el conocimiento del poder salvador del Evangelio revelado en vidas cristianas.

El médico se ve continuamente puesto en relación con los que necesitan la fuerza y el aliento de un buen ejemplo. Muchos tienen escasa fuerza moral. Carecen de dominio propio, y la tentación los vence con facilidad. El médico puede ayudar a estas almas, pero sólo en la medida en que manifieste en su propia vida un vigor moral que le haga capaz de triunfar sobre hábitos perjudiciales y pasiones contaminadoras. Debe verse en su conducta la obra de un poder divino. Si no alcanza a esto, por mucha que sea la fuerza de persuasión de sus palabras, su influencia resultará contraproducente.

El médico y la obra de templanza

Muchos de los que buscan consejo y tratamiento médicos, se han arruinado moralmente por sus malos hábitos. Se encuentran quebrantados, débiles y heridos, sienten su locura y su incapacidad para vencer, y nada deberían tener en torno suyo que los aliente a seguir albergando los pensamientos y sentimientos que hicieron de ellos lo que son. Necesitan respirar una atmósfera de pureza, de pensamientos nobles y elevados. ¡Cuán terrible responsabilidad es la de quienes, en vez de darles buen ejemplo, son esclavos de hábitos perniciosos y por su influencia acrecientan la fuerza de la tentación!

Muchos de los que acuden al médico están arruinando su alma y su cuerpo por el consumo de tabaco o de bebidas embriagantes. El médico fiel a su responsabilidad debe mostrar a estos pacientes la causa de sus padecimientos. Pero si el médico fuma o toma bebidas alcohólicas, ¿qué valor tendrán sus palabras? Al recordar su propia debilidad, ¿no vacilará en señalar la mancha que ve en la vida de su paciente? Mientras siga él mismo usando tales cosas, ¿cómo podrá convencer a los jóvenes de que ellas tienen efectos perniciosos?

¿Cómo puede el médico dar ejemplo de pureza y de dominio propio? ¿Cómo puede ser agente eficaz en la causa de la temperancia, si se entrega a un hábito vicioso? ¿Cómo puede desempeñar provechoso servicio junto al lecho del enfermo y del moribundo, cuando su hálito ofende por estar cargado con el olor del alcohol o del tabaco?

Mientras siga trastornando sus nervios y anublando su cerebro con venenos narcóticos, ¿cómo podrá corresponder a la confianza que en él se deposita como médico entendido? ¡Cuán imposible le resultará diagnosticar con rapidez u obrar con precisión!

Si no respeta las leyes que rigen su propio ser, si prefiere sus apetitos a la salud de su mente y cuerpo, ¿no se declara inhabilitado para que le sea confiada la custodia de vidas humanas ?

Por muy entendido y concienzudo que sea el médico, hay en la práctica de su vocación mucho que parece desaliento y derrota. Es frecuente que su obra no logre lo que él anhela efectuar. Aunque sus pacientes recobren la salud, puede ser que esto no reporte beneficio verdadero para ellos ni para el mundo. Muchos recuperan la salud para volver a los malos hábitos que provocaron la enfermedad. Con el mismo ardor que anteriormente, vuelven a sumirse en el ambiente de concupiscencia e insensatez. Lo que el médico hizo en su favor parece esfuerzo perdido.

Otro tanto le pasó a Cristo, pero él no cesó en los esfuerzos que hacía aunque fuese por una sola alma doliente. Entre los diez leprosos limpiados, uno solo supo apreciar tan hermoso don, y el tal era samaritano. Por amor a él, Cristo sanó a los diez. Si el médico no obtiene mejor éxito que el que obtuvo nuestro Salvador, aprenda la lección del Médico principal. De Cristo está escrito: “No se cansará, ni desmayará.” “Del trabajo de su alma verá y será saciado.” Isaías 42:4; 53:11.

Aunque hubiera habido una sola alma dispuesta a aceptar el Evangelio de su gracia, para salvarla Cristo hubiera escogido su vida de penas y humillaciones y su muerte ignominiosa. Si por medio de nuestros esfuerzos conseguimos que un solo ser humano se levante, ennoblezca y prepare para brillar en los atrios del Señor, ¿no tendremos motivos de gozo?

Arduos y fatigosos son los deberes del médico. Para desempeñarlos con el mayor éxito necesita una constitución vigorosa y salud robusta. Un hombre débil o enfermizo no puede soportar la penosa labor propia de la profesión médica. El que carece de perfecto dominio de sí mismo no es apto para habérselas con toda clase de enfermedades.

Necesita fuerza espiritual

Carente muchas veces de tiempo para dormir y aun para comer, privado en gran parte de los goces sociales y los privilegios religiosos, parecería que el médico debe vivir bajo una sombra continua. Las aflicciones que presencia, los mortales que demandan auxilio, su trato con los depravados, indisponen su corazón y casi destruyen su confianza en la humanidad.

En la lucha contra la enfermedad y la muerte, empeña hasta lo sumo todas sus energías. La reacción que resulta de tan tremendo esfuerzo prueba duramente el carácter. Entonces es cuando la tentación ejerce su mayor poder. Más que los hombres dedicados a cualquier otra vocación, necesita el médico dominio de sí mismo, pureza de espíritu, y aquella fe que se aferra del Cielo. Por amor a los demás y a sí mismo, no puede pasar por alto las leyes físicas. La temeridad en los hábitos físicos favorece la temeridad en los asuntos morales.

En toda circunstancia, el médico hallará su única seguridad en obrar de acuerdo con los buenos principios, fortalecido y ennoblecido por una firmeza de propósito que sólo se encuentra en Dios. Debe destacarse por la excelencia moral de su carácter. Día tras día, hora tras hora, a cada momento, ha de vivir como si estuviera en presencia del mundo invisible. Como hizo Moisés, tiene que perseverar “viendo al Invisible.”

La justicia tiene su raíz en la piedad. Nadie puede seguir llevando en medio de sus compañeros una vida pura, llena de fuerza, si no está escondida con Cristo en Dios. Cuanto mayor sea la actividad entre los hombres, tanto más íntima debe ser la comunión del corazón con el Cielo.

Cuanto más imperiosos sus deberes y mayores sus responsabilidades, tanto más necesita el médico del poder divino. Hay que ahorrar tiempo en las cosas pasajeras, para dedicarlo a meditar en las eternas. Tiene que resistir al mundo usurpador, que quisiera apremiarle hasta apartarle de la Fuente de fuerza. Más que nadie debe el médico, por medio de la oración y del estudio de las Escrituras, ponerse bajo el escudo protector de Dios. Debe vivir en comunión constante y consciente con los principios de la verdad, la justicia y la misericordia que revelan los atributos de Dios en el alma.

En la medida en que el médico reciba y obedezca la Palabra de Dios, ésta influirá con su potencia y vida en toda fuente de acción y en toda fase del carácter. Purificará todo pensamiento y regulará todo deseo. Los que confían en la Palabra de Dios se portarán como hombres y serán fuertes. Se levantarán por encima de todas las cosas viles hasta llegar a una atmósfera libre de contaminación.

Cuando el hombre se mantenga en comunión con Dios, el firme e invariable propósito que guardó a José y a Daniel en medio de la corrupción de las cortes paganas hará que su vida sea de inmarcesible pureza. No habrá mancha en su carácter. La luz de Cristo no se obscurecerá jamás en su conducta. El brillante lucero matutino resplandecerá fijamente sobre su cabeza en inmutable gloria.

Semejante vida será elemento de fuerza en la comunidad. Será una valla contra el mal, una salvaguardia para los tentados, una luz guiadora para los que, en medio de las dificultades y los desalientos, busquen el camino recto.

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