Días de ministerio activo - El Ministerio de Curación - Elena G. de White

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En la vivienda del pescador en Capernaúm, la suegra de Pedro yacía enferma de “grande fiebre; y le rogaron por ella.” Jesús la tomó de la mano “y la fiebre la dejó.” Lucas 4:38, 39; Marcos 1:30. Entonces ella se levantó y sirvió al Salvador y a sus discípulos.

Con rapidez cundió la noticia. Hizo Jesús este milagro en sábado, y por temor a los rabinos el pueblo no se atrevió a acudir en busca de curación hasta después de puesto el sol. Entonces, de sus casas, talleres y mercados, los vecinos de la población se dirigieron presurosos a la humilde morada que albergaba a Jesús. Los enfermos eran traídos en camillas, otros venían apoyándose en bordones, o sostenidos por brazos amigos llegaban tambaleantes a la presencia del Salvador.

Hora tras hora venían y se iban, pues nadie sabía si el día siguiente hallaría aún entre ellos al divino Médico. Nunca hasta entonces había presenciado Capernaúm día semejante. Por todo el ambiente repercutían las voces de triunfo y de liberación.

No cesó Jesús su obra hasta que hubo aliviado al último enfermo. Muy entrada era la noche cuando la muchedumbre se alejó, y la morada de Simón quedó sumida en el silencio. Pasado tan largo y laborioso día, Jesús procuró descansar; pero mientras la ciudad dormía, el Salvador, “levantándose muy de mañana, ... salió y se fué a un lugar desierto, y allí oraba.” Marcos 1:35.

Por la mañana temprano, Pedro y sus compañeros fueron a Jesús, para decirle que le buscaba todo el pueblo de Capernaúm. Con sorpresa oyeron estas palabras de Cristo: “También a otras ciudades es necesario que anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto soy enviado.” Lucas 4:43.

En la agitación de que era presa Capernaúm había peligro de que se perdiera de vista el objeto de su misión. Jesús no se daba por satisfecho con llamar la atención sobre sí mismo como mero taumaturgo, o sanador de dolencias físicas. Quería atraer a los hombres como su Salvador. Mientras que las muchedumbres anhelaban creer que Jesús había venido como rey para establecer un reino terrenal, él se esforzaba para invertir sus pensamientos de lo terrenal a lo espiritual. El mero éxito mundano hubiera impedido su obra.

Y la admiración de la frívola muchedumbre discordaba con su temperamento. No había egoísmo en su vida. El homenaje que el mundo tributa a la posición social, a la fortuna o al talento era extraño al Hijo del hombre. Jesús no se valió de ninguno de los medios que emplean los hombres para granjearse la lealtad y el homenaje. Siglos antes de su nacimiento había dicho de él un profeta: “No clamará, ni alzará, ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare: sacará el juicio a verdad.” Isaías 42:2, 3.

Los fariseos buscaban la distinción por medio de su escrupuloso formalismo ceremonial, y por la ostentación de sus actos religiosos y sus limosnas. Probaban su celo religioso haciendo de la religión el tema de sus discusiones. Largas y ruidosas eran las disputas entre sectas opuestas, y no era raro oír en las calles la voz airada de sabios doctores de la ley empeñados en acaloradas controversias.

Todo esto contrastaba con la vida de Jesús, en la que jamás se vieron ruidosas disputas, ni actos de adoración ostentosa, ni esfuerzo por cosechar aplausos. Cristo estaba escondido en Dios, y Dios se revelaba en el carácter de su Hijo. A esta revelación deseaba Jesús encaminar el pensamiento del pueblo.

El Sol de justicia no apareció a la vista del mundo para deslumbrar los sentidos con su gloria. Escrito está de Cristo: “Como el alba está aparejada su salida.” Oseas 6:3. Suave y gradualmente raya el alba, disipando las tinieblas y despertando el mundo a la vida. Así también nacía el Sol de justicia, trayendo “en sus alas ... salud.” Malaquías 4:2.

“He aquí mi siervo, yo le sostendré;
mi escogido, en quien mi alma toma contentamiento.” Isaías 25:1.

“Fuiste fortaleza al pobre,
fortaleza al menesteroso en su aflicción,
amparo contra el turbión, sombra contra el calor.” Isaías 25:4.

“Así dice el Dios Jehová,
el Criador de los cielos, y el que los extiende;
el que extiende la tierra y sus verduras;
el que da respiración al pueblo que mora sobre ella,
y espíritu a los que por ella andan:
Yo Jehová, te he llamado en justicia,
y te tendré por la mano;
te guardaré y te pondré por alianza del pueblo,
por luz de las gentes;
para que abras ojos de ciegos,
para que saques de la cárcel a los presos,
y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas.” Isaías 42:5-7.

“Guiaré los ciegos por camino que no sabían,
haréles pisar por las sendas que no habían conocido;
delante de ellos tornaré las tinieblas en luz,
y los rodeos en llanura.
Estas cosas les haré, y no los desampararé.” Vers. 16.

“Cantad a Jehová un nuevo cántico,
su alabanza desde el fin de la tierra;
los que descendéis a la mar, y lo que la hinche,
las islas y los moradores de ellas.
Alcen la voz el desierto y sus ciudades, las aldeas donde habita Cedar:
canten los moradores de la Piedra,
y desde la cumbre de los montes den voces de júbilo.
Den gloria a Jehová,
y prediquen sus loores en las islas.” Vers. 10-12.

“Cantad loores, oh cielos, porque Jehová lo hizo;
gritad con júbilo, lugares bajos de la tierra;
prorrumpid, montes, en alabanza;
bosque, y todo árbol que en él está:
porque Jehová redimió a Jacob,
y en Israel será glorificado.” Isaías 44:23.

Desde la cárcel de Herodes, donde, defraudadas sus esperanzas, Juan Bautista velaba y aguardaba, mandó dos de sus discípulos a Jesús con el mensaje: “¿Eres tú aquél que había de venir, o esperaremos a otro?” Mateo 11:3.

El Salvador no respondió en el acto a la pregunta de estos discípulos. Mientras ellos esperaban, extrañando su silencio, los afligidos acudían a Jesús. La voz del poderoso Médico penetraba en el oído del sordo. Una palabra, el toque de su mano, abría los ojos ciegos para que contemplasen la luz del día, las escenas de la naturaleza, los rostros amigos, y el semblante del Libertador. Su voz llegaba a los oídos de los moribundos, y éstos se levantaban sanos y vigorosos. Los endemoniados paralíticos obedecían su palabra, les dejaba la locura, y le adoraban a él. Los campesinos y jornaleros pobres, de quienes se apartaban los rabinos por creerlos impuros, se reunían en torno suyo, y él les hablaba palabras de vida eterna.

Así transcurrió el día, viéndolo y oyéndolo todo los discípulos de Juan. Finalmente, Jesús los llamó y les mandó que volvieran a Juan y le dijeran lo que habían visto y oído, añadiendo: “Bienaventurado es el que no fuere escandalizado en mí.” Vers. 6. Los discípulos llevaron el mensaje, y esto bastó.

Juan recordó la profecía concerniente al Mesías: “Jehová me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los mansos; me ha enviado para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar a los cautivos libertad, y a los aprisionados abertura de la cárcel; para proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, ... para consolar a todos los que lloran.” Isaías 61:1, 2 (VM). Jesús de Nazaret era el Prometido. Demostraba su divinidad al satisfacer las necesidades de la humanidad doliente. Su gloria resaltaba por su condescendencia al colocarse a nuestro humilde nivel.

Las obras de Cristo no sólo declaraban que era el Mesías, sino que manifestaban cómo iba a establecerse su reino. Juan percibió en revelación la misma verdad que fué comunicada a Elías en el desierto cuando “un viento grande e impetuoso rompía los montes, y hacía pedazos las peñas delante de Jehová; mas Jehová no estaba en el viento: y después del viento hubo un terremoto; mas Jehová no estaba en el terremoto: y después del terremoto, un fuego; mas Jehová no estaba en el fuego,” pero después del fuego Dios habló al profeta en voz apacible y suave. 1 Reyes 19:11, 12 (VM). Así también iba Jesús a cumplir su obra, no trastornando tronos y reinos, no con pompa ni ostentación, sino hablando a los corazones de los hombres mediante una vida de misericordia y desprendimiento.

El reino de Dios no viene con manifestaciones externas. Viene mediante la dulzura de la inspiración de su Palabra, la obra interior de su Espíritu, y la comunión del alma con Aquel que es su vida. La mayor demostración de su poder se advierte en la naturaleza humana llevada a la perfección del carácter de Cristo.

Los discípulos de Cristo han de ser la luz del mundo, pero Dios no les pide que hagan esfuerzo alguno para brillar. No aprueba los intentos llenos de satisfacción propia para ostentar una bondad superior. Desea que las almas sean impregnadas de los principios del cielo, pues entonces, al relacionarse con el mundo, manifestarán la luz que hay en ellos. Su inquebrantable fidelidad en cada acto de la vida será un medio de iluminación.

Ni las riquezas, ni la alta posición social, ni el costoso atavío, ni suntuosos edificios ni mobiliarios se necesitan para el adelanto de la obra de Dios; ni tampoco hazañas que reciban aplauso de los hombres y fomenten la vanidad. La ostentación mundana, por imponente que sea, carece enteramente de valor a los ojos de Dios. Sobre lo visible y temporal, aprecia lo invisible y eterno. Lo primero tiene valor tan sólo cuando expresa lo segundo. Las obras de arte más exquisitas no tienen belleza comparable con la del carácter, que es el fruto de la obra del Espíritu Santo en el alma.

Cuando Dios dió a su Hijo a nuestro mundo, dotó a los seres humanos de riquezas imperecederas, en cuya comparación nada valen los tesoros humanos acumulados desde que el mundo es mundo. Cristo vino a la tierra, y se presentó ante los hijos de los hombres con el atesorado amor de la eternidad, y tal es el caudal que, por medio de nuestra unión con él, hemos de recibir para manifestarlo y distribuirlo.

La eficacia del esfuerzo humano en la obra de Dios corresponderá a la consagración del obrero al revelar el poder de la gracia de Dios para transformar la vida. Hemos de distinguirnos del mundo porque Dios imprimió su sello en nosotros y porque manifiesta en nosotros su carácter de amor. Nuestro Redentor nos ampara con su justicia.

Con la naturaleza y con Dios

La vida terrenal del Salvador fué una vida de comunión con la naturaleza y con Dios. En esta comunión nos reveló el secreto de una vida llena de poder.

Jesús obró con fervor y constancia. Nunca vivió en el mundo nadie tan abrumado de responsabilidades, ni llevó tan pesada carga de las tristezas y los pecados del mundo. Nadie trabajó con celo tan agobiador por el bien de los hombres. No obstante, era la suya una vida de salud. En lo físico como en lo espiritual fué su símbolo el cordero, víctima expiatoria, “sin mancha y sin contaminación.” 1 Pedro 1:19. Tanto en su cuerpo como en su alma fué ejemplo de lo que Dios se había propuesto que fuera toda la humanidad mediante la obediencia a sus leyes.

Cuando el pueblo miraba a Jesús, veía un rostro en el cual la compasión divina se armonizaba con un poder consciente. Parecía rodeado por un ambiente de vida espiritual. Aunque de modales suaves y modestos, hacía sentir a los hombres un poder que si bien permanecía latente, no podía quedar del todo oculto.

Durante su ministerio, persiguiéronle siempre hombres astutos e hipócritas que procuraban su muerte. Seguíanle espías que acechaban sus palabras, para encontrar algo contra él. Los intelectos más sutiles e ilustrados de la nación procuraban derrotarle en controversias. Pero nunca pudieron aventajarle. Tuvieron que dejar la lid, confundidos y avergonzados por el humilde Maestro de Galilea. La enseñanza de Cristo tenía una lozanía y un poder como nunca hasta entonces conocieron los hombres. Hasta sus mismos enemigos hubieron de confesar: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.” Juan 7:46.

La niñez de Jesús, pasada en la pobreza, no había quedado contaminada por los hábitos artificiosos de un siglo corrompido. Mientras trabajaba en el banco del carpintero y llevaba las cargas de la vida doméstica, mientras aprendía las lecciones de la obediencia y del sufrimiento, hallaba solaz en las escenas de la naturaleza, de cuyos misterios adquiría conocimiento al procurar comprenderlos. Estudiaba la Palabra de Dios, y sus horas más felices eran las que, terminado el trabajo, podía pasar en el campo, meditando en tranquilos valles y en comunión con Dios, ora en la falda del monte, ora entre los árboles de la selva. El alba le encontraba a menudo en algún retiro, sumido en la meditación, escudriñando las Escrituras, o en oración. Con su canto daba la bienvenida a la luz del día. Con himnos de acción de gracias amenizaba las horas de labor, y llevaba la alegría del cielo a los rendidos por el trabajo y a los descorazonados.

En el curso de su ministerio, Jesús vivió mucho al aire libre. Allí dió buena parte de sus enseñanzas mientras viajaba a pie de poblado en poblado. Para instruir a sus discípulos, huía frecuentemente del tumulto de la ciudad a la tranquilidad del campo, que estaba más en armonía con las lecciones de sencillez, fe y abnegación que quería darles. Bajo los árboles de la falda del monte, a poca distancia del mar de Galilea, llamó a los doce al apostolado, y pronunció el sermón del monte.

Agradaba a Cristo reunir el pueblo en torno suyo, al raso, en un verde collado, o a orillas del lago. Allí, rodeado de las obras de su propia creación, podía desviar los pensamientos de la gente de lo artificioso a lo natural. En el crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al alzar la vista hacia los montes de Dios y al contemplar las maravillosas obras de su mano, los hombres podían aprender valiosas lecciones de verdad divina. En días venideros las lecciones del divino Maestro les serían repetidas por las cosas de la naturaleza. La mente se elevaría y el corazón hallaría descanso.

A los discípulos asociados con él en su obra les permitía a menudo que visitaran sus casas y descansaran; pero en vano se empeñaban en distraerle de sus trabajos. Sin cesar atendía a las muchedumbres que a él acudían, y por la tarde, o muy de madrugada, se encaminaba hacia el santuario de las montañas en busca de comunión con su Padre.

Muchas veces sus trabajos incesantes y el conflicto con la hostilidad y las falsas enseñanzas de los rabinos le dejaban tan exhausto que su madre y sus hermanos, y aun sus discípulos, temían por su vida. Pero siempre que volvía de las horas de oración que ponían término al día de trabajo, notaban en su semblante la expresión de paz, la frescura, la vida y el poder de que parecía compenetrado todo su ser. De las horas pasadas a solas con Dios, salía cada mañana para llevar a los hombres la luz del cielo.

Al regresar los discípulos de su primera gira de evangelización, Jesús les dió la invitación: Venid aparte, y reposad un poco. Los discípulos habían vuelto llenos de gozo por su éxito como pregoneros del Evangelio, cuando tuvieron noticia de la muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes. Esto les causó amarga tristeza y desengaño. Jesús sabía que al dejar que el Bautista muriera en la cárcel había sometido a una dura prueba la fe de los discípulos. Con compasiva ternura contemplaba sus semblantes entristecidos y surcados de lágrimas. Con lágrimas en los ojos y emoción en la voz les dijo: “Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco.” Marcos 6:31.

Cerca de Betsaida, al extremo norte del mar de Galilea, extendíase una región aislada que, hermoseada por el fresco verdor de la primavera, ofrecía agradable retiro a Jesús y sus discípulos. Allá se dirigieron, cruzando el lago en su barco. Allí podían descansar lejos del bullicio de la muchedumbre. Allí podían oír los discípulos las palabras de Cristo, sin que los molestaran las argucias y acusaciones de los fariseos. Allí esperaban gozar una corta temporada de intimidad con su Señor.

Corto fué efectivamente el tiempo que Jesús pasó con sus queridos discípulos; pero ¡cuán valioso fué para ellos! Juntos hablaron de la obra del Evangelio y de la posibilidad de hacer más eficaz su labor al acercarse al pueblo. Al abrirles Jesús los tesoros de la verdad, sentíanse vivificados por el poder divino y llenos de esperanza y valor.

Pero pronto volvieron las muchedumbres en busca de Jesús. Suponiendo que se habría dirigido a su retiro predilecto, allá se encaminó la gente. Frustrada quedó la esperanza de Jesús de gozar siquiera de una hora de descanso. Pero en lo profundo de su corazón puro y compasivo, el buen Pastor de las ovejas sólo sentía amor y lástima por aquellas almas inquietas y sedientas. Durante todo el día atendió a sus necesidades, y al anochecer despidió a la gente para que volviera a sus casas a descansar.

En una vida dedicada por completo a hacer bien a los demás, el Salvador creía necesario dejar a veces su incesante actividad y el contacto con las necesidades humanas, para buscar retiro y comunión no interrumpida con su Padre. Al marcharse la muchedumbre que le había seguido, se fué él al monte, y allí, a solas con Dios, derramó su alma en oración por aquellos dolientes, pecaminosos y necesitados.

Al decir Jesús a sus discípulos que la mies era mucha y pocos los obreros, no insistió en que trabajaran sin descanso, sino que les mandó: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.” Mateo 9:38. Y hoy también el Señor dice a sus obreros fatigados lo que dijera a sus primeros discípulos: “Venid vosotros aparte, ... y reposad un poco.”

[Todos los que están en la escuela de Dios necesitan de una hora tranquila para la meditación, a solas consigo mismos, con la naturaleza y con Dios.] En ellos tiene que manifestarse una vida que en nada se armoniza con el mundo, sus costumbres o sus prácticas; necesitan, pues, experiencia personal para adquirir el conocimiento de la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros ha de oír la voz de Dios hablar a su corazón. Cuando toda otra voz calla, y tranquilos en su presencia esperamos, el silencio del alma hace más perceptible la voz de Dios. El nos dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.” Salmos 46:10. Esta es la preparación eficaz para toda labor para Dios. En medio de la presurosa muchedumbre y de las intensas actividades de la vida, el que así se refrigera se verá envuelto en un ambiente de luz y paz. Recibirá nuevo caudal de fuerza física y mental. Su vida exhalará fragancia y dará prueba de un poder divino que alcanzará a los corazones de los hombres.

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