Cinco panecillos alimentan a una muchedumbre - El Ministerio de Curación - Elena G. White

Primera multiplicación de los panes (Mt 14, 13-22) |

Hundíase el sol en el poniente, y sin embargo el pueblo tardaba en irse. Finalmente, los discípulos se acercaron a Cristo, para instarle a que, por consideración de ellas mismas, despidiera a las gentes. Muchos habían venido de lejos, y no habían comido desde la mañana. Podían obtener alimentos en las aldeas y ciudades cercanas, pero Jesús dijo: “Dadles vosotros de comer.” Mateo 14:16. Luego, volviéndose hacia Felipe, le preguntó: “¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?” Juan 6:5.

Felipe echó una mirada sobre el mar de cabezas, y pensó cuán imposible sería alimentar a tanta gente. Respondió que doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno comiese un poco.

Preguntó Jesús cuánto alimento había disponible entre la gente. “Un muchacho está aquí—dijo Andrés—que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; ¿mas qué es esto entre tantos?” Vers. 9. Jesús mandó que se los trajeran. Luego dispuso que los discípulos hicieran sentar a la gente sobre la hierba. Hecho esto, tomó aquel alimento y, “alzando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dió los panes a los discípulos, y los discípulos a las gentes. Y comieron todos, y se hartaron; y alzaron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas.” Mateo 14:19, 20.

Merced a un milagro del poder divino dió Cristo de comer a la muchedumbre; y sin embargo, ¡cuán modesto era el manjar provisto! Sólo unos peces y unos panes que constituían el alimento diario de los pescadores de Galilea.

Cristo hubiera podido darle al pueblo una suntuosa comida; pero un manjar preparado únicamente para halago del paladar no les hubiera servido de enseñanza para su bien. Mediante este milagro, Cristo deseaba dar una lección de sobriedad. Si los hombres fueran hoy de hábitos sencillos, y si viviesen en armonía con las leyes de la naturaleza, como Adán y Eva en un principio, habría abundantes provisiones para satisfacer las necesidades de la familia humana. Pero el egoísmo y la gratificación de los apetitos trajeron el pecado y la miseria, a causa del exceso por una parte, y de la necesidad por otra.

Jesús no procuraba atraerse al pueblo satisfaciendo sus apetitos. Para aquella gran muchedumbre, cansada y hambrienta después de tan largo día lleno de emociones, una comida sencilla era prenda segura de su poder y de su solícito afán de atender a las necesidades comunes de la vida. No ha prometido el Salvador a sus discípulos el lujo mundano; el destino de ellos puede hallarse limitado por la pobreza; pero ha empeñado su palabra al asegurarles que sus necesidades serán suplidas, y les ha prometido lo que vale más que los bienes terrenales: el permanente consuelo de su propia presencia.

Comido que hubo la gente, sobraba abundante alimento. Jesús mandó a sus discípulos: “Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada.” Juan 6:12. Estas palabras significaban más que recoger las sobras en cestas. La lección era doble. Nada debe ser malgastado. No hemos de perder ninguna ventaja temporal. No debemos descuidar cosa alguna que pueda beneficiar a un ser humano. Recojamos todo cuanto pueda aliviar la penuria de los hambrientos del mundo. Con el mismo cuidado debemos atesorar el pan del cielo para satisfacer las necesidades del alma. Hemos de vivir de toda palabra de Dios. Nada de cuanto Dios ha dicho debe perderse. No debemos desoír una sola palabra de las referentes a nuestra eterna salvación. Ni una sola debe caer al suelo como inútil.

El milagro de los panes enseña que dependemos de Dios. Cuando Cristo dió de comer a los cinco mil, el alimento no estaba a la mano. A simple vista no disponía de recurso alguno. Estaba en el desierto, con cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y los niños. El no había invitado a la muchedumbre a que le siguiese hasta allí. Afanosa de estar en su presencia, había acudido sin invitación ni orden; pero él sabía que después de escuchar sus enseñanzas durante el día entero, todos tenían hambre y desfallecían. Estaban lejos de sus casas, y ya anochecía. Muchos estaban sin recursos para comprar qué comer. El que por causa de ellos había ayunado cuarenta días en el desierto, no quiso consentir que volvieran ayunos a sus casas.

La providencia de Dios había puesto a Jesús donde estaba, y dependía de su Padre celestial para disponer de medios con que suplir la necesidad. Cuando nos vemos en estrecheces, debemos confiar en Dios. En todo trance debemos buscar ayuda en Aquel que tiene recursos infinitos.

En este milagro, Cristo recibió del Padre; lo dió a sus discípulos, los discípulos al pueblo, y el pueblo se lo repartió entre sí. Así también todos los que están unidos con Cristo recibirán de él el pan de vida y lo distribuirán a otros. Los discípulos de Cristo son los medios señalados de comunicación entre él y la gente.

Cuando los discípulos oyeron la orden del Salvador: “Dadles vosotros de comer,” surgieron en sus mentes todas las dificultades. Se preguntaron: “¿Iremos a las aldeas a comprar alimento?” Pero ¿qué dijo Cristo? “Dadles vosotros de comer.” Los discípulos trajeron a Jesús todo cuanto tenían; pero él no los invitó a comer. Les mandó que sirvieran al pueblo. El alimento se multiplicó en sus manos, y las de los discípulos, al tenderse hacia Cristo, nunca quedaban vacías. La escasa reserva alcanzó para todos. Satisfecha ya la gente, los discípulos comieron con Jesús del precioso alimento venido del cielo.

Cuando vemos las necesidades de los pobres, ignorantes y afligidos, ¡cuántas veces flaquean nuestros corazones! Preguntamos: “¿Qué pueden nuestra débil fuerza y nuestros escasos recursos para satisfacer tan terrible necesidad? ¿No deberíamos esperar que alguien más competente que nosotros dirija la obra, o que alguna organización se encargue de ella?” Cristo dice: “Dadles vosotros de comer.” Valeos del tiempo, de los medios, de la capacidad de que disponéis. Llevad a Jesús vuestros panes de cebada.

Aunque vuestros recursos sean insignificantes para alimentar a millares de personas, pueden bastar para dar de comer a una sola. En manos de Cristo, pueden hartar a muchos. A imitación de los discípulos, dad lo que tenéis. Cristo multiplicará la ofrenda y recompensará la sencilla confianza y la buena fe que en él se haya depositado. Lo que parecía escasa provisión resultará abundante festín.

“El que siembra con mezquindad, con mezquindad también segará; y el que siembra generosamente, generosamente también segará. ... Puede Dios hacer que toda gracia abunde en vosotros; a fin de que, teniendo siempre toda suficiencia en todo, tengáis abundancia para toda buena obra; según está escrito:

“Ha esparcido, ha dado a los pobres;
su justicia permanece para siempre.”

“Y el que suministra simiente al sembrador, y pan para manutención, suministrará y multiplicará vuestra simiente para sembrar, y aumentará los productos de vuestra justicia.” 2 Corintios 9:6-10 (VM).

Con la naturaleza y con Dios

La vida terrenal del Salvador fué una vida de comunión con la naturaleza y con Dios. En esta comunión nos reveló el secreto de una vida llena de poder.

Jesús obró con fervor y constancia. Nunca vivió en el mundo nadie tan abrumado de responsabilidades, ni llevó tan pesada carga de las tristezas y los pecados del mundo. Nadie trabajó con celo tan agobiador por el bien de los hombres. No obstante, era la suya una vida de salud. En lo físico como en lo espiritual fué su símbolo el cordero, víctima expiatoria, “sin mancha y sin contaminación.” 1 Pedro 1:19. Tanto en su cuerpo como en su alma fué ejemplo de lo que Dios se había propuesto que fuera toda la humanidad mediante la obediencia a sus leyes.

Cuando el pueblo miraba a Jesús, veía un rostro en el cual la compasión divina se armonizaba con un poder consciente. Parecía rodeado por un ambiente de vida espiritual. Aunque de modales suaves y modestos, hacía sentir a los hombres un poder que si bien permanecía latente, no podía quedar del todo oculto.

Durante su ministerio, persiguiéronle siempre hombres astutos e hipócritas que procuraban su muerte. Seguíanle espías que acechaban sus palabras, para encontrar algo contra él. Los intelectos más sutiles e ilustrados de la nación procuraban derrotarle en controversias. Pero nunca pudieron aventajarle. Tuvieron que dejar la lid, confundidos y avergonzados por el humilde Maestro de Galilea. La enseñanza de Cristo tenía una lozanía y un poder como nunca hasta entonces conocieron los hombres. Hasta sus mismos enemigos hubieron de confesar: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.” Juan 7:46.

La niñez de Jesús, pasada en la pobreza, no había quedado contaminada por los hábitos artificiosos de un siglo corrompido. Mientras trabajaba en el banco del carpintero y llevaba las cargas de la vida doméstica, mientras aprendía las lecciones de la obediencia y del sufrimiento, hallaba solaz en las escenas de la naturaleza, de cuyos misterios adquiría conocimiento al procurar comprenderlos. Estudiaba la Palabra de Dios, y sus horas más felices eran las que, terminado el trabajo, podía pasar en el campo, meditando en tranquilos valles y en comunión con Dios, ora en la falda del monte, ora entre los árboles de la selva. El alba le encontraba a menudo en algún retiro, sumido en la meditación, escudriñando las Escrituras, o en oración. Con su canto daba la bienvenida a la luz del día. Con himnos de acción de gracias amenizaba las horas de labor, y llevaba la alegría del cielo a los rendidos por el trabajo y a los descorazonados.

En el curso de su ministerio, Jesús vivió mucho al aire libre. Allí dió buena parte de sus enseñanzas mientras viajaba a pie de poblado en poblado. Para instruir a sus discípulos, huía frecuentemente del tumulto de la ciudad a la tranquilidad del campo, que estaba más en armonía con las lecciones de sencillez, fe y abnegación que quería darles. Bajo los árboles de la falda del monte, a poca distancia del mar de Galilea, llamó a los doce al apostolado, y pronunció el sermón del monte.

Agradaba a Cristo reunir el pueblo en torno suyo, al raso, en un verde collado, o a orillas del lago. Allí, rodeado de las obras de su propia creación, podía desviar los pensamientos de la gente de lo artificioso a lo natural. En el crecimiento y desarrollo de la naturaleza se revelaban los principios de su reino. Al alzar la vista hacia los montes de Dios y al contemplar las maravillosas obras de su mano, los hombres podían aprender valiosas lecciones de verdad divina. En días venideros las lecciones del divino Maestro les serían repetidas por las cosas de la naturaleza. La mente se elevaría y el corazón hallaría descanso.

A los discípulos asociados con él en su obra les permitía a menudo que visitaran sus casas y descansaran; pero en vano se empeñaban en distraerle de sus trabajos. Sin cesar atendía a las muchedumbres que a él acudían, y por la tarde, o muy de madrugada, se encaminaba hacia el santuario de las montañas en busca de comunión con su Padre.

Muchas veces sus trabajos incesantes y el conflicto con la hostilidad y las falsas enseñanzas de los rabinos le dejaban tan exhausto que su madre y sus hermanos, y aun sus discípulos, temían por su vida. Pero siempre que volvía de las horas de oración que ponían término al día de trabajo, notaban en su semblante la expresión de paz, la frescura, la vida y el poder de que parecía compenetrado todo su ser. De las horas pasadas a solas con Dios, salía cada mañana para llevar a los hombres la luz del cielo.

Al regresar los discípulos de su primera gira de evangelización, Jesús les dió la invitación: Venid aparte, y reposad un poco. Los discípulos habían vuelto llenos de gozo por su éxito como pregoneros del Evangelio, cuando tuvieron noticia de la muerte de Juan el Bautista a manos de Herodes. Esto les causó amarga tristeza y desengaño. Jesús sabía que al dejar que el Bautista muriera en la cárcel había sometido a una dura prueba la fe de los discípulos. Con compasiva ternura contemplaba sus semblantes entristecidos y surcados de lágrimas. Con lágrimas en los ojos y emoción en la voz les dijo: “Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco.” Marcos 6:31.

Cerca de Betsaida, al extremo norte del mar de Galilea, extendíase una región aislada que, hermoseada por el fresco verdor de la primavera, ofrecía agradable retiro a Jesús y sus discípulos. Allá se dirigieron, cruzando el lago en su barco. Allí podían descansar lejos del bullicio de la muchedumbre. Allí podían oír los discípulos las palabras de Cristo, sin que los molestaran las argucias y acusaciones de los fariseos. Allí esperaban gozar una corta temporada de intimidad con su Señor.

Corto fué efectivamente el tiempo que Jesús pasó con sus queridos discípulos; pero ¡cuán valioso fué para ellos! Juntos hablaron de la obra del Evangelio y de la posibilidad de hacer más eficaz su labor al acercarse al pueblo. Al abrirles Jesús los tesoros de la verdad, sentíanse vivificados por el poder divino y llenos de esperanza y valor.

Pero pronto volvieron las muchedumbres en busca de Jesús. Suponiendo que se habría dirigido a su retiro predilecto, allá se encaminó la gente. Frustrada quedó la esperanza de Jesús de gozar siquiera de una hora de descanso. Pero en lo profundo de su corazón puro y compasivo, el buen Pastor de las ovejas sólo sentía amor y lástima por aquellas almas inquietas y sedientas. Durante todo el día atendió a sus necesidades, y al anochecer despidió a la gente para que volviera a sus casas a descansar.

En una vida dedicada por completo a hacer bien a los demás, el Salvador creía necesario dejar a veces su incesante actividad y el contacto con las necesidades humanas, para buscar retiro y comunión no interrumpida con su Padre. Al marcharse la muchedumbre que le había seguido, se fué él al monte, y allí, a solas con Dios, derramó su alma en oración por aquellos dolientes, pecaminosos y necesitados.

Al decir Jesús a sus discípulos que la mies era mucha y pocos los obreros, no insistió en que trabajaran sin descanso, sino que les mandó: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.” Mateo 9:38. Y hoy también el Señor dice a sus obreros fatigados lo que dijera a sus primeros discípulos: “Venid vosotros aparte, ... y reposad un poco.”

[Todos los que están en la escuela de Dios necesitan de una hora tranquila para la meditación, a solas consigo mismos, con la naturaleza y con Dios.] En ellos tiene que manifestarse una vida que en nada se armoniza con el mundo, sus costumbres o sus prácticas; necesitan, pues, experiencia personal para adquirir el conocimiento de la voluntad de Dios. Cada uno de nosotros ha de oír la voz de Dios hablar a su corazón. Cuando toda otra voz calla, y tranquilos en su presencia esperamos, el silencio del alma hace más perceptible la voz de Dios. El nos dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.” Salmos 46:10. Esta es la preparación eficaz para toda labor para Dios. En medio de la presurosa muchedumbre y de las intensas actividades de la vida, el que así se refrigera se verá envuelto en un ambiente de luz y paz. Recibirá nuevo caudal de fuerza física y mental. Su vida exhalará fragancia y dará prueba de un poder divino que alcanzará a los corazones de los hombres.


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