El pobre desvalido - El Ministerio de Curación - Elena G. White


ADRA INTERNATIONAL • NGO Advisor

Hecho ya todo lo que puede hacerse para ayudar al pobre a satisfacer sus necesidades, quedan aún las viudas y los huérfanos, los ancianos, los desvalidos y los enfermos, quienes requieren también simpatía y cuidados. No hay que desatenderlos jamás. Dios los encomienda a la misericordia, al amor y al tierno cuidado de todos los que él ha establecido por sus mayordomos.

La familia de la fe

“Así pues, según tengamos oportunidad, obremos lo que es bueno para con todos, y mayormente para con los que son de la familia de la fe.” Gálatas 6:10 (VM).

En un sentido especial, Cristo ha confiado a su iglesia el deber de atender a los miembros necesitados. Permite que sus pobres se encuentren en el seno de cada iglesia. Siempre han de estar con nosotros, y Cristo encarga a los miembros de la iglesia una responsabilidad personal en lo que respecta a cuidar de ellos.

Así como los miembros de una familia fiel cuidan unos de otros, atendiendo a los enfermos, soportando a los débiles, enseñando a los que no saben, educando a los inexpertos, así también los de “la familia de la fe” han de cuidar de sus necesitados y desvalidos. De ninguna manera han de desentenderse de ellos.

Las viudas y los huérfanos son objeto especial del cuidado del Señor.

“Padre de huérfanos y defensor de viudas
es Dios en la morada de su santuario.” Salmos 68:5.

“Tu marido es tu Hacedor;
Jehová de los ejércitos es su nombre;
y tu redentor, el Santo de Israel;
Dios de toda la tierra será llamado.” Isaías 54:5.

“Deja tus huérfanos, yo los criaré;
y en mí se confiarán tus viudas.” Jeremías 49:11.

Más de un padre, al tener que separarse de sus queridos, ha podido morir tranquilo, confiando en las promesas de Dios, de que él cuidaría de ellos. El Señor atiende a la viuda y a los huérfanos, no mediante un milagro, como el envío del maná del cielo, ni por cuervos que les lleven de comer; sino por medio de un milagro realizado en corazones humanos, al desalojar de éstos el egoísmo y abrir las fuentes del amor cristiano. A los afligidos e indigentes los encomienda a sus discípulos como encargo precioso. Tienen el mayor derecho a nuestra simpatía.

En las casas bien provistas de comodidades, en los graneros llenos de las abundantes cosechas del campo, en los almacenes bien surtidos de paño y tela, y en las arcas rellenas de oro y plata, Dios suministró recursos para el sostén de estos necesitados. Nos invita a que seamos canales de su munificencia.

Más de una madre viuda con huerfanitos bajo su responsabilidad lucha valerosamente para llevar su doble carga, muchas veces trabajando más allá de sus fuerzas para retener consigo a sus hijos y satisfacer sus necesidades. Poco tiempo le queda para instruirlos y prepararlos, y pocas facilidades tiene para rodearlos de influencias que iluminarían sus vidas. Necesita, por tanto, aliento, simpatía y ayuda positiva.

Dios nos invita a suplir en lo posible la falta de padre impuesta a estos niños. En vez de retraeros de ellos, lamentando sus defectos y las molestias que pueden causar, ayudadles en todo lo que podáis. Procurad aliviar a la madre agobiada. Aligeradle la carga.

Hay además un sinnúmero de niños privados por completo de la dirección de sus padres y de la influencia suavizadora de un hogar cristiano. Abran los cristianos sus corazones y sus casas para recibir a estos desamparados. La tarea que Dios ha encomendado a cada uno en particular no deben transferirla a una institución de beneficencia ni abandonarla a la caridad mundana. Si los niños no tienen parientes que puedan atenderlos, encárguense los miembros de la iglesia de encontrarles casa que los reciba. El que nos hizo dispuso que viviéramos asociados en familias, y la naturaleza del niño se desarrollará mejor en la atmósfera de amor de un hogar cristiano.

Muchos que no tienen hijos, harían una buena obra si se encargaran de los hijos de otros. En vez de cuidar de animalitos y dedicarles nuestros afectos, atendamos más bien a los pequeñuelos, cuyo carácter puede formarse según la imagen divina. Demos nuestro amor a los miembros desamparados de la familia humana. Veamos a cuántos de estos niños podemos educar en la disciplina y la amonestación del Señor. Muchos son los que al obrar así recibirían gran beneficio ellos mismos.

Los ancianos

Los ancianos necesitan también sentir la benéfica influencia de la familia. En el hogar de hermanos y hermanas en Cristo es donde mejor puede mitigarse la pérdida de los suyos. Si se les anima a tomar parte en los intereses y ocupaciones de la casa, se les ayudará a sentir que aún conservan su utilidad. Hacedles sentir que se aprecia su ayuda, que aún les queda algo que hacer en cuanto a servir a los demás, y esto les alegrará el corazón e infundirá interés a su vida.

En cuanto sea posible, haced que permanezcan entre amigos y asociaciones familiares aquellos cuyas canas y pasos vacilantes muestran que van acercándose a la tumba. Unanse en los cultos con quienes han conocido y amado. Sean atendidos por manos amorosas y tiernas.

Siempre que sea posible, debe ser privilegio de los miembros de cada familia atender a los suyos. Cuando esto no puede hacerse, tócale a la iglesia hacerlo, y ella debe considerarlo como privilegio y obligación. Todo el que tiene el espíritu de Cristo mirará con ternura a los débiles y los ancianos.

La presencia en nuestras casas de uno de estos desamparados es una preciosa oportunidad para cooperar con Cristo en su ministerio de gracia y para desarrollar rasgos de carácter como los suyos. Hay bendición en la asociación de ancianos y jóvenes. Estos últimos pueden llevar rayos de sol al corazón y la vida de los ancianos. Quienes van desprendiéndose de la vida necesitan del beneficio resultante del trato con la juventud llena de esperanza y ánimo. Los jóvenes también pueden obtener ayuda de la sabiduría y la experiencia de los ancianos. Más que nada necesitan aprender a servir con abnegación. La presencia de alguien que necesita simpatía, longanimidad y amor abnegado será de inestimable bendición para más de una familia. Suavizará y pulirá la vida del hogar, y sacará a relucir en viejos y jóvenes las gracias cristianas que los revestirán de divina belleza y los enriquecerán con tesoros imperecederos del cielo.

“Siempre tendréis los pobres con vosotros—dijo Cristo,—y cuando quisiereis les podréis hacer bien.” Marcos 14:7. “La religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre es esta: Visitar los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha de este mundo.” Santiago 1:27.

Al poner entre ellos a los desamparados y a los pobres, para que dependan de su cuidado, Cristo prueba a los que dicen ser sus discípulos. Por nuestro amor y servicio en pro de sus hijos necesitados revelamos lo verdadero de nuestro amor a él. Desatenderlos equivale a declararnos falsos discípulos, extraños a Cristo y a su amor.

Aunque se hiciera todo lo posible para proporcionar hogar a los huérfanos, quedarían aún muchos por atender. Muchos de ellos han heredado propensiones al mal. Prometen poco, no son atractivos, sino perversos; pero los compró la sangre de Cristo, y para él son tan preciosos como nuestros hijitos. De no serles tendida una mano de auxilio, crecerán en la ignorancia y los arrastrarán el vicio y el crimen. Muchos de estos niños podrían ser librados de estos peligros mediante la obra de asilos de huérfanos.

Estas instituciones, para ser eficaces, deberían estar organizadas, en todo lo posible, según el modelo de un hogar cristiano. En vez de grandes establecimientos que amparen a gran número de niños, deberían ser más bien pequeñas instituciones colocadas en varios puntos. En vez de encontrarse dentro o cerca de alguna gran ciudad, convendría que estuvieran en el campo, donde pueden adquirirse tierras de cultivo, y donde los niños podrían entrar en contacto con la naturaleza y tener los beneficios de una educación industrial.

Los encargados de semejante hogar deberían ser hombres y mujeres de gran corazón, de cultura y de abnegación; hombres y mujeres que emprendieran la obra por amor a Cristo y que educaran a los niños para él. Bajo un cuidado tal, muchos niños sin familia y desamparados podrían prepararse para ser miembros útiles de la sociedad, para honrar a Cristo y ayudar a su vez a otros.

Muchos desprecian la economía, confundiéndola con la tacañería y mezquindad. Pero la economía se aviene perfectamente con la más amplia liberalidad. Efectivamente, sin economía no puede haber verdadera liberalidad. Hemos de ahorrar para poder dar.

Nadie puede practicar la verdadera benevolencia sin sacrificio. Sólo mediante una vida sencilla, abnegada y de estricta economía podemos llevar a cabo la obra que nos ha sido señalada como a representantes de Cristo. El orgullo y la ambición mundana deben ser desalojados de nuestro corazón. En todo nuestro trabajo ha de cumplirse el principio de abnegación manifestado en la vida de Cristo. En las paredes de nuestras casas, en los cuadros, en los muebles, tenemos que leer esta inscripción: “A los pobres que no tienen hogar acoge en tu casa.” En nuestros roperos tenemos que ver escritas, como con el dedo de Dios, estas palabras: “Viste al desnudo.” En el comedor, en la mesa cargada de abundantes manjares, deberíamos ver trazada esta inscripción: “Comparte tu pan con el hambriento.”

Se nos ofrecen miles de medios de ser útiles. Nos quejamos muchas veces de que los recursos disponibles son escasos; pero si los cristianos tomaran las cosas más en serio, podrían multiplicar mil veces esos recursos. El egoísmo y la concupiscencia nos impiden ser más útiles.

¡Cuánto no se gasta en cosas que son meros ídolos, cosas que embargan la mente, el tiempo y la energía que deberían dedicarse a usos más nobles! ¡Cuánto dinero se derrocha en casas y muebles lujosos, en placeres egoístas, en manjares costosos y malsanos, en perniciosos antojos! ¡Cuánto se malgasta en regalos que no aprovechan a nadie! En cosas superfluas y muchas veces perjudiciales gastan los cristianos de profesión mucho más de lo que gastan en el intento de arrebatar almas de las garras del tentador.

Muchos cristianos de profesión gastan tanto en su vestimenta que nada les queda para las necesidades ajenas. Se figuran que han de lucir adornos y prendas de mucho valor, sin pensar en las necesidades de los que apenas pueden proporcionarse la ropa más modesta.

Hermanas mías, si conformáis vuestro modo de vestir con las reglas de la Biblia dispondréis de abundantes recursos con que auxiliar a vuestras hermanas pobres. Dispondréis no sólo de recursos, sino de tiempo, que muchas veces es lo que más se necesita. Son muchas las personas a quienes podríais ayudar con vuestros consejos, vuestro tacto y vuestra habilidad. Mostradles cómo se puede vestir sencillamente y, no obstante, con buen gusto. ¡Cuántas mujeres no van a la casa de Dios porque sus vestidos no les sientan bien y contrastan deplorablemente con los de las demás! Muchas de estas personas son quisquillosas al respecto y albergan sentimientos de amarga humillación e injusticia a causa de este contraste. Y por ello, muchas dudan de la realidad de la religión y endurecen sus corazones contra el Evangelio.

Cristo nos manda: “Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada.” Juan 6:12. Mientras que cada día millares perecen de hambre, en matanzas, incendios y epidemias, incumbe a todo aquel que ama a sus semejantes procurar que nada sea desperdiciado, que no se gaste sin necesidad nada de lo que puede aprovechar a algún ser humano.

“Dad, y se os dará”

Malgastar el tiempo y despreciar nuestra inteligencia resulta pecaminoso. Perdemos todo momento que dedicamos a nuestros intereses egoístas. Si supiéramos apreciar cada momento y dedicarlo a cosas buenas, tendríamos tiempo para hacer todo lo que necesitamos hacer para nosotros mismos o para los demás. Al desembolsar dinero, al hacer uso del tiempo, de las fuerzas y oportunidades, mire todo cristiano a Dios y pídale que le dirija. “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente, y no zahiere, y le será dada.” Santiago 1:5.

“Haced bien, y prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande, y seréis hijos del Altísimo: porque él es benigno para con los ingratos y malos.” Lucas 6:35.

“El que aparta sus ojos, tendrá muchas maldiciones”; pero “el que da al pobre, no tendrá pobreza.” Proverbios 28:27.

“Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida, y rebosando darán en vuestro seno.” Lucas 6:38.

Ministerio entre los ricos

Cornelio, el centurión romano, era rico y de noble estirpe. Desempeñaba un puesto de confianza y honor. Pagano de origen, así como por su educación y cultura, había adquirido por su trato con los judíos, un conocimiento del verdadero Dios, a quien adoraba desde entonces, demostrando la sinceridad de su fe por la compasión que tenía de los pobres. “Hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre.” Hechos 10:2.

Cornelio no conocía el Evangelio tal como había sido revelado en la vida y muerte de Cristo, y Dios le envió un mensaje directo del cielo, y por medio de otro mensaje mandó al apóstol Pedro para que fuera a verlo y a instruirlo. Cornelio no se había unido con la congregación judaica, y hubiera sido considerado por los rabinos como pagano e impuro; pero Dios veía la sinceridad de su corazón, y desde su trono envió mensajeros para que se unieran con su siervo en la tierra y enseñaran el Evangelio a este oficial romano.

Así busca Dios hoy también almas entre las clases altas como entre las bajas. Hay muchos como Cornelio, a quienes Dios desea poner en relación con su iglesia. Las simpatías de estos hombres están por el pueblo del Señor. Pero los lazos que los unen con el mundo los tienen fuertemente sujetos. Necesitan estos hombres valor moral para juntarse con las clases bajas. Hay que hacer esfuerzos especiales por estas almas que se encuentran en tan gran peligro a causa de sus responsabilidades y relaciones.

Mucho se ha dicho respecto a nuestro deber para con los pobres desatendidos; ¿no debe dedicarse alguna atención a los ricos desatendidos? Muchos no ven promesa en ellos, y poco hacen para abrir los ojos de los que, cegados y deslumbrados por el brillo de la gloria terrenal, no piensan en la eternidad. Miles de ricos han descendido al sepulcro sin que nadie los previniera. Pero por muy indiferentes que parezcan, muchos de ellos andan con el alma cargada. “El que ama el dinero no se hartará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto.” Eclesiastés 5:10. El que dice al oro fino: “Mi confianza eres tú,” ha “negado al Dios soberano.” Job 31:24, 28. “Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate. (Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se hará jamás.)” Salmos 49:7, 8.

Las riquezas y los honores del mundo no pueden satisfacer al alma. Muchos ricos ansían alguna seguridad divina, alguna esperanza espiritual. Muchos anhelan algo que ponga fin a la monotonía de su vida estéril. Muchos funcionarios públicos sienten necesidad de algo que no tienen. Pocos de ellos asisten a la iglesia, pues consideran que no obtienen gran provecho. La enseñanza que allí oyen no conmueve su corazón. ¿No les dirigiremos algún llamamiento personal?

Entre las víctimas de la necesidad y del pecado se encuentran personas que en otro tiempo eran acaudaladas. Individuos de diversas carreras y condiciones quedaron dominados por las contaminaciones del mundo, por el consumo de bebidas alcohólicas, por la concupiscencia, y han sucumbido a la tentación. Si bien estos caídos necesitan compasión y asistencia, ¿no se ha de prestar alguna atención a los que todavía no se han abismado, pero que ya ponen el pie en la misma senda?

Miles de personas que desempeñan puestos de confianza y honor se entregan a hábitos que envuelven la ruina del alma y del cuerpo. Hay ministros del Evangelio, estadistas, literatos, hombres de fortuna y de talento, hombres de capacidad para vastas empresas y para cosas útiles, que están en peligro mortal porque no ven la necesidad de dominarse en todo. Hay que llamarles la atención respecto de los principios de la templanza, no de un modo dogmático, sino a la luz del gran propósito de Dios para con la humanidad. Si se les presentaran así los principios de la verdadera templanza, muchos individuos de las clases altas reconocerían el valor de ellos y les darían franca acogida.

Debemos convencerles del resultado de tan perniciosos hábitos en la merma de las facultades físicas, mentales y morales. Ayúdeseles a darse cuenta de su responsabilidad como administradores de los dones de Dios. Hágaseles ver el bien que podrían hacer con el dinero que gastan ahora en cosas perjudiciales. Indúzcaseles a la abstinencia completa, aconsejándoles que el dinero que pudieran gastar en bebidas, tabaco, o cosas por el estilo, lo dediquen al alivio de los enfermos pobres, o a la educación de niños y jóvenes para ser útiles en el mundo. No serían muchos los que se negarían a oír una invitación tal.

Hay otro peligro al cual están particularmente expuestos los ricos, y su existencia ofrece también un campo de acción para el misionero médico. Muchos que gozan de prosperidad en el mundo, y que nunca se dejaron arrastrar por los vicios ordinarios, se encaminan a la ruina por el amor de las riquezas. La copa más difícil de llevar no es la vacía, sino la que está llena hasta el borde. Esta es la que exige el mayor cuidado para conservarla en equilibrio. La aflicción y la adversidad traen consigo desengaño y tristeza; pero la prosperidad es lo más peligroso para la vida espiritual.

Los que sufren reveses pueden simbolizarse por la zarza que Moisés vió en el desierto, la cual ardía sin consumirse. El ángel del Señor estaba en medio de ella. Así también en las privaciones y aflicciones el resplandor de la presencia del Invisible está con nosotros para consolarnos y sostenernos. Muchas veces se piden oraciones por los que padecen enfermedad o sufren infortunios; pero los hombres a quienes se otorgó prosperidad e influencia necesitan aun más nuestras oraciones.

En el valle de la humillación, donde los hombres sienten su necesidad y dependen de Dios para que guíe sus pasos, hay seguridad relativa. Pero los que se encuentran, por así decirlo, en la cumbre, y a quienes, debido a su situación, se les atribuye sabiduría, son los que corren el mayor peligro. A menos que confíen en Dios, caerán seguramente.

La Biblia no condena a nadie por rico, si adquirió honradamente su riqueza. La raíz de todo mal no es el dinero, sino el amor al dinero. Dios da a los hombres la facultad de enriquecerse; y en manos del que se porta como administrador de Dios, empleando generosament sus recursos, la riqueza es una bendición, tanto para el que la posee como para el mundo. Pero muchos, absortos en su interés por los tesoros mundanos, se vuelven insensibles a las demandas de Dios y a las necesidades de sus semejantes. Consideran sus riquezas como medio de glorificarse. Añaden una casa a la otra, y una tierra a otra tierra; llenan sus mansiones de lujos, mientras que alrededor de ellos hay seres humanos sumidos en la miseria y el crimen, en enfermedades y muerte. Los que así dedican su vida al egoísmo no desarrollan los atributos de Dios, sino los del maligno.

Estos hombres necesitan del Evangelio. Necesitan que se les aparte la vista de la vanidad de las cosas materiales a lo precioso de las riquezas duraderas. Necesitan aprender cuánto gozo hay en dar, y cuánta bendición resulta de ser colaboradores de Dios.

El Señor dice: “A los ricos de este siglo manda que no ... pongan la esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia de que gocemos: que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad comuniquen, atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano a la vida eterna.” 1 Timoteo 6:17-19.

Por medio del trato casual o accidental no es posible llevar a Cristo a los ricos, que aman al mundo y lo adoran. Estas personas son muchas veces las de más difícil acceso. Por ellas deben hacer esfuerzos personales quienes, animados de espíritu misionero, no se desalienten ni flaqueen.

Hay personas particularmente idóneas para trabajar entre las clases altas. Necesitan pedir a Dios sabiduría para alcanzarlas, y no contentarse con un conocimiento casual de ellas, sino procurar despertarlas, mediante su esfuerza personal y su fe viva, para que sientan las necesidades del alma, y sean llevadas al conocimiento de la verdad que está en Jesús.

Muchos se figuran que para alcanzar a las clases altas, hay que adoptar un modo de vivir y un método de trabajo adecuado a los gustos desdeñosos de ellas. Consideran de suma importancia cierta apariencia de fortuna, los costosos edificios, trajes y atavíos, el ambiente imponente, la conformidad con las costumbres mundanas y la urbanidad artificiosa de las clases altas, así como su cultura clásica y lenguaje refinado. Esto es un error. El modo mundano de proceder para alcanzar las clases altas no es el modo de proceder de Dios. Lo que surtirá efecto en esta tarea es la presentación del Evangelio de Cristo de un modo consecuente y abnegado.

Lo que hizo el apóstol Pablo al encontrarse con los filósofos de Atenas encierra una lección para nosotros. Al presentar el Evangelio ante el tribunal del Areópago, Pablo contestó a la lógica con la lógica, a la ciencia con la ciencia, a la filosofía con la filosofía. Los más sabios de sus oyentes quedaron atónitos. No podían rebatir las palabras de Pablo. Pero este esfuerzo dió poco fruto. Escasos fueron los que aceptaron el Evangelio. En lo sucesivo Pablo adoptó un procedimiento diferente. Prescindió de complicados argumentos y discusiones teóricas, y con sencillez dirigió las miradas de hombres y mujeres a Cristo, el Salvador de los pecadores. Escribiendo a los Corintios acerca de su obra entre ellos, dijo:

“Así que, hermanos, cuando fuí a vosotros, no fuí con altivez de palabra, o de sabiduría, a anunciaros el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado. ... Y ni mi palabra ni mi predicación fué con palabras persuasivas de humana sabiduría, mas con demostración del Espíritu y de poder; para que vuestra fe no esté fundada en sabiduría de hombres, mas en poder de Dios.” 1 Corintios 2:1-5.

Y en su epístola a los romanos, dice:

“No me avergüenzo del evangelio: porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree; al Judío primeramente y también al Griego.” Romanos 1:16.

Que aquellos que trabajan por las clases altas se porten con verdadera dignidad, teniendo presente que tienen a ángeles por compañeros. Embargue su mente y su corazón el “Escrito está.” Tengan siempre colgadas en el aposento de su memoria las preciosas palabras de Cristo. Hay que estimarlas más que el oro o la plata.

Cristo dijo que le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que al rico entrar en el reino de Dios. Mientras se trabaje por los ricos se presentarán muchos motivos de desaliento, se tropezarán con muchas revelaciones angustiosas. Pero todo es posible con Dios. El puede y quiere obrar mediante agentes humanos e influirá en el espíritu de quienes dedican su vida a ganar dinero.

Veránse realizar milagros de conversiones verdaderas, milagros que hoy no se advierten. Los hombres más eminentes de la tierra no son inaccesibles para el poder del Dios que obra maravillas. Si los que colaboran con él cumplen su deber valiente y fielmente, Dios convertirá a personas que desempeñan puestos de responsabilidad, a hombres de inteligencia e influencia. Mediante el poder del Espíritu Santo, muchos serán inducidos a aceptar los principios divinos.

Cuando les conste bien claro que el Señor espera que ellos sean sus representantes para aliviar a la humanidad doliente, muchos responderán y contribuirán con sus recursos y su simpatía a mejorar la suerte de los pobres. Al desprenderse así de sus intereses egoístas, muchos se entregarán a Cristo. Con sus dotes de influencia y sus recursos, cooperarán gozosos en la obra de beneficencia con el humilde misionero que fué instrumento de Dios para su conversión. Mediante el empleo acertado de sus tesoros terrenales se harán “tesoro en los cielos que nunca falta; donde ladrón no llega, ni polilla corrompe.” Lucas 12:33.

Una vez convertidos a Cristo, muchos llegarán a ser instrumentos en manos de Dios para trabajar en beneficio de otros de su propia categoría social. Verán que se les ha encomendado una misión del Evangelio en favor de los que han hecho de este mundo su todo. Consagrarán a Dios su tiempo y su dinero y dedicarán su talento e influencia a la obra de ganar almas para Cristo.

Sólo la eternidad pondrá de manifiesto lo realizado por esta clase de ministerio, y cuántas almas, antes presa de dudas y hastiadas de mundanalidad y desasosiego, fueron llevadas al gran Restaurador, siempre ansioso de salvar eternamente a los que a él acuden. Cristo es un Salvador resucitado, y hay curación en sus alas.

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